Que las Campanas me doblen.

Que las campanas me doblen...

Por rechazar la lluvia en el pasado, por abrazar la tierra seca y golpear con fuerza a quienes me tendieron la mano.

Por no saber el cielo de papel del infierno esculpido en un cartón áspero y mojado.

Que lo hagan con más fuerza por los crímenes arrancados de la memoria por el bendito destino.

Para otorgarme un olvido, que en gran angustia, no sé si alguna vez, con lágrimas en los ojos, lo he pedido.

Que las campanas me doblen...

Para castigar mi mala lengua negra, bífida y cubierta de mucosidad verdosa, con su sordo veredicto.

Que alcen sus anchos cuerpos de bronce para mirar desde arriba, desdeñosas, al que se arrastra suplicando alivio.

Que todo el pueblo señale al que rompió, de sus futuras cartas, todos los sellos y los esparció al viento.

¡Campanero! Que se oiga en todas partes la condena nacida del juicio del corazón del justo.

Que las campanas me doblen.

Que yo las oiga revisar mis actos pasados, borrosos bajo la marea, con notas de disgusto.

Que me doblen altas y fieras, hasta despertar el recuerdo y dar sentido a la culpa que aplasta mi pecho.

Y como la bestia que despierta tras el duro invierno, mea culpa, se alimente de los vísceras de este viejo carroñero.

Hasta que le crezcan alas y se convierta, teñida de rojo, en el desesperado acto de redención que mueve este viejo cuerpo.

Que las campanas me doblen.

Que lo hagan por los pecados que cometí ante el altar de mi propio sueño.

Que doblen con una nota de pena, piadosas, por la penitencia de este cuepo enfermo.

Sin vergüenza, que lloren por los retorcidos, por aquellos que cada día caminan con una atada a los pies y al cuello.

¡Campanero! Cuida que doblen sin mofa por el destino de los que han sido abandonados en este mundo.

¡Que las campanas me doblen!

Que lo hagan por piedad a los que languidecen en vida enterrados. ¡Por sus sueños y su anhelo!

¡Que no se cayen cuando apenas podemos movernos!, ¡Que denuncien la fuerza con la que se clavan las espadas de nuestro martirio!

¡Que doblen pesadas, atónitas, que hagan que nuestra voz llegue lejos! Donde aguarda el dios de cada uno.

Ojalá todos las oigan, ojalá se estremezca con el dolor, con la agonía, con el desengaño... ¡Ojalá se quebrase el mundo entero!

¡Que las campanas me doblen!

Que me recuerden la culpa al tiempo que, por la gracia de mi eterno duelo, al cielo la libero.

Que con su canto, aflojen su abrazo las espinas de mis rodillas, mi espalda y mis brazos.

Y al sentir su caricia, pueda librarme de las cadenas que, con fuerza, me mantienen unido al suelo.

¡Y con la luz del alba, pueda elevarme para no volver hasta perderme en lo más alto del cielo.!

Que las campanas me doblen...

Pero que lo hagan cuando el abrigo de la noche y la marcha del sol se funden en un poderoso abrazo.

Que lo hagan cuando los que vuelven de las guerras puedan oír mi canción y ésta alivie su profundo espanto.

Que resuenen con fuerza cuando la luna aparezca en lo alto, que la hagan de mi sufrimiento el eterno testigo.

Y dejadme, dejad que mi cuerpo sea pasto tanto de los cuervos y zorros como también del campo.

Para que al menos una vez, mis actos, mi cuerpo, mi luz y mis deseos... sirvan para algo.

Que las campanas me doblen...

Mas sé, agostado y arrastrando mi cuerpo cuerpo enfermo.

Que nunca lo harán.

Por todo lo escrito y ya citado. Como la parte más amarga de la condena que arrastro.

Las campanas nunca me doblarán.



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