La Escalera

No es que mi vida, por larga y curiosa que pueda resultar para el observador externo, sea reseñable desde mi punto más crítico. Al fin y al cabo, solo he sido un pobre viejo atrapado por la cobardía de no abandonar el lugar que me vio nacer y que, entre sus experiencias más excitantes, se cuentan varias excursiones y una exposición en el otro extremo del país.
 
No he participado en la Gran Guerra, no tuve problemas con las revueltas por el trigo del 27 y tampoco he tenido que marchar en busca de fortuna gracias a mi vida marcada por la austeridad y una modesta paga del gobierno por un incidente que no viene al caso.

En resumidas cuentas, señorita. Solo soy un hombre viejo y aburrido que espera su día para partir hacia un lugar mejor. ¿Que si nunca he tenido una experiencia que marcase mi vida? Bueno, lo cierto es que sí.

Solamente una. Durante apenas media tarde. Pero su eco resuena todavía en estos viejos oídos llenos de pelos desordenados. ¿Que le sirve? Bueno, si insiste...

Le hablaré de la experiencia más extraordinaria que tuve la desgracia de vivir. Ahora bien, antes de comenzar, debo pedirle silencio, serenidad y consideración. Pocas personas la han escuchado sin mofarse y si quiere gozar de mi hospitalidad y mi... bah, ¿Sabe qué? no importa lo que le diga, no me creerá.

Y hará bien en no hacerlo.

Todo comenzó en una fría tarde de Enero en esta misma ciudad, no muy lejos de aquí.

Por aquel entonces, había comenzado a cursar estudios superiores en un edificio popularmente conocido como “O Rexio”.Usted es demasiado joven para reconocer que ahora en ese lugar se emplaza un centro comercial pero en aquella época, aquel frío edificio de piedra gris, anterior a cualquier memoria viva hoy en día, se alzaba como uno de los más altos de la ciudad. Por sus amplios y oscuros pasillos se movían los estudiantes que podía pagarse una educación privada y a la cual yo accedí gracias a los contactos de mi padre. Que si bien era, en su esencia, un zapatero humilde. Poseía un ángel de la guarda en forma de alcalde que velaba de sus intereses en general y de mi futuro en particular.

Por desgracia, como comprobarían más tarde, yo no era un buen estudiante. Ni siquiera una buena persona. Era en realidad, un joven bastante estúpido obsesionado con su mundo interior y sus paranoias. Algunas de ellas ciertas, otras nada más que polvo negro asentado bajo la pequeña gorra de piel parda que siempre llevaba conmigo y que ningún profesor pudo, ni siquiera a golpe de castigo, quitarme jamás.

Aunque no era un buen estudiante, mis calificaciones era poco menos que excelentes y en algunos círculos ya se hablaba de mí como casi un prodigio de la ingeniería. Nada más lejos de la realidad, en la que era, como casi todo en mi vida, mérito de un tercero al que no merece la pena mencionar más allá de que luchó y murió junto al resto de héroes.
 
Aquella tarde, el viento arremolinaba la hojarrasca en torno a los achaparrados edificios que languidecían a la sombra del “Rexio” como enanos a los pies de un gigante. El cielo quebrado amenazaba tormenta y en la lejanía ya se podía divisar el destello del relámpago. No obstante, ignorante de cualquier rigor climático, descendí por las antiguas escaleras y llevé mis pasos por la calle sin más rumbo que el que siguiesen mis pies.

Pues mi mente se hallaba sumida en negros pensamientos.

Por entonces todavía no lo sabía pero dentro de mí, ya sentía el espectro negro de la enfermedad creciendo como la brea hasta casi desbordarse. Pronto, lamentaría mi error pero por aquel entonces, me limitaba a pasear hundido en oscuras cavilaciones en las que no tenía cabida el mundo que me rodeaba.
 
Desde hacía un tiempo, acostumbraba a rondar por los callejones contiguos al barrio viejo de nuestra pequeña ciudad de Liñarte con la finalidad de matar el tiempo hasta que el reloj marcara las nueve de la noche y el autocar que me llevara a casa apareciese renqueando por la calle adoquinada. Por desgracia, mis paseos cada vez eran más cortos y turbios y en mi fuero interno, comenzaba a pensar que algo malo sucedía en mi interior. 
 
La idea, aunque pasajera y fugaz, comenzaba a volverse insidiosa y creciente, como un nubarrón en el horizonte. A decir verdad, había perdido el conocimiento en un par de ocasiones y sufría profusas hemorragias nasales pero eso no era un indicativo suficiente para preocuparme por nada ajeno a gozar de los placeres que me proporcionaba mi reputación. 
 
No tardaría mucho en darme cuenta de lo estúpido que había sido y para entonces, sería ya demasiado tarde y lo pagaría con creces.

La vida, me enseñaría lo que era realmente este mundo... y comenzaría aquella misma tarde.

Abandoné la sombra del edificio que hacía de mi prisión particular y conduje mis pasos hacia el paseo del río que se ubicaba a poco más de un kilómetro atravesando parte del barrio del Ríoverde. Las casas, en su mayoría antiguas y abandonadas hasta el punto de casi desplomarse sobre si mismas, custodiaron mi paso por la transición de adoquines a sendero empedrado casi tomado ya por la maleza. En aquel lugar, antaño un enclave próspero por el comercio fluvial, ahora solo lo habitaban drogadictos, adolescentes y criminales de baja estofa... aparte de las ratas que habían hecho de varias localizaciones su cuartel general. 
 
Aquella tarde, caminando entre las casas de puertas destrozadas y entradas oscuras, las primeras gotas de lluvia me golpearon en la nuca y retraje el cuello con un escalofrío, enderezando mi cheposa figura y mirando al cielo.

Para vislumbrar las negras nubes cerniendo su carga sobre la ciudad.

Y allí me quedé, contemplando la inmensidad enclaustrada en aquel reflejo de mi alma hasta que los primeros goterones; gruesos y cálidos, cayeron sobre mi cara. Aún a día de hoy, me pregunto: se mezclaron con mis lágrimas? O era el cielo el que lloraba por mí? Único testigo de aquel lento suicidio lleno de silencios y sombras descastadas que oraban por un alivio del collar de egoísmo y confusión que las aprisionaba. Sea como fuere, ahora no importa, pues la delgadez y la juventud se fueron para no regresar...

Y desde entonces, las mareas de la vida no me han devuelto otra cosa que cenizas.

La lluvia arreció hasta resultar una molestia que me obligó a apartarme. Y cobijado bajo aquellas ruinosas casas antaño rebosantes de vida, vi pasar a un hombre cuyo rostro ya he olvidado y al cual saludé con la cabeza con desgana antes de volver a cavilar sobre los reflejos que eran mi alma y el cielo. Sin embargo, ahora que lo recuerdo, aquel oscuro individuo ataviado con un sombrero negro de ala ancha, imagino que para protegerse del aguacero, regresa a mi memoria con la sensación de ser el último testigo previo a lo que estaba a punto de suceder.

Aunque aguardé casi media hora, lo cierto es que el aguacero, lejos de aminorar, se hizo más intenso y el viento empujó las gotas hasta mi refugio. Creo recordar que maldije y eché a correr zigzagueando entre las casas, en la absurda creencia de que así el temporal me castigaría menos. Sin embargo, alcancé la callejuela que me llevaría al Rexio totalmente empapado y con el cuerpo entumecido por el frío. Bajo mi fiel gorra, el pelo corto mojado se aplastaba contra el cráneo y las gotas resbalaban por mi nuca, haciendo que me asaltaran escalofríos de forma periódica. Y poco después, me senté en los escalones de un portal abandonado a la sombra de la academia de ingenieros y me desprendí de la chaqueta negra y la gorra, dedicando unos minutos a estirarlas cuidadosamente para intentar que se secasen al abrigo del mal tiempo.

Sin embargo, ni el temporal ni mis ánimos optaban por una tregua y solo recuerdo una ocasión en la que la tristeza me embargó de tal forma. Si, cuando los Cetrah desdeñaron los regalos junto con la tan necesaria tregua y... bueno, que le voy a contar de algo que ya es sabido por todos. 
 
Tras asegurar mi ropa y descalzarme, pasé un buen rato observando la calle desierta y azotada por la lluvia y pensando, con la mente enturbiada por el esfuerzo físico, en su mano posándose sobre la mía, blanca como la porcelana, antes de quebrarse bajo las ruedas dentadas del tiempo.

Fue poco después, cuando el temporal llegaba a su cénit de violencia contra la ciudad, que un brusco sonido me arrancó de nuevo de mis negros pensamientos. Embotado, sacudí la cabeza antes de incorporarme y revisar, ya calzado, la fuente de aquel extraño sonido que... que bueno... solo puedo identificar como rielante. No, no me pregunte porque uso esa palabra si está asociada a la vista. Porque solo puedo decirle, desde la más profunda extrañeza, que esa era la descripción perfecta para aquel fenómeno.

Más tarde, descubriría que aquella extraña fenomenología recibía el nombre de “oparesia” y hasta entonces, regresaría de cuando en vez aquella sensación de extrañeza eterna que acompañaría al recuerdo que ahora mismo le cuento, señorita.

Cuando me expuse al azote de la lluvia para buscar la fuente de aquel sonido, comprobé que ninguna teja había caído de los desvencijados edificios ni tampoco ningún coche había tenido problema alguno calle arriba o calle abajo. Aunque podía escuchar el bramido de un motor no muy lejos de allí.

Finalmente, mi mirada se vio atraída hacia los cielos de nuevo para comprobar si todo aquel alboroto había sido causado por algo tan vulgar como un simple trueno lejano. Y entre las grandes nubes vi como se había abierto un espacio por el que penetraba la luz del sol.
 
Y sin embargo, aquel brillo no correspondía de ninguna manera a nada que hubiese visto jamás.

No era anaranjado ni plomizo, la luz no parecía agonizante ni cercana al carmesí que normalmente teñía el atardecer. Y en ella había una calidez visible que nunca había visto bañar las copas de los árboles del monte de Liñarte. Bajo aquella extraña luz parecían pertenecientes a bosques hechizados y el contraste de la lluvia y el cielo gris contra aquel rayo de luz mística y vengadora convertían la escena en un sueño del que, todo hay que decirlo, no quería despertar.

Entonces, todavía bajo la lluvia, me asaltó el deseo súbito de ascender, siguiendo las viejas escaleras que llevaban a la cúspide del monte. Para ver, con mis propios ojos, el espectáculo desde el punto justo donde se enfocaba toda aquella belleza. Quería tocar aquellos troncos hechizados e implorar su perdón por mis pecados, pedirles que me enseñaran sus secretos y prometer, jurar al pie de sus copas, que haría todo lo posible para evitar que la INDP instalase una de sus sucursales de refinado en las cercanías. 
 
Algo inútil ya que si quedan en ese monte siquiera unas pocas semillas enterradas, no germinarán en el suelo tóxico y ácido que dejamos atrás.

Ni siquiera rescaté mi chaqueta en mi ímpetu de alcanzar aquel lugar antes de que la luz fuese engullida por las nubes. De hecho, abandoné mi empapada mochila y mis cuadernos de trabajo antes de echar a correr calle arriba, esquivando varios coches en la avenida donde se asentaba el Rexio y ascendiendo a saltos por las viejas escaleras que llevaban a lo alto del monte. Poco después del primer tramo, tropecé y sentí un intenso dolor en mis costillas, sin embargo seguí adelante, resbalando en los escalones grises bajo el fuerte aguacero e intentando, de alguna forma, alcanzar aquel portento antes de que la monotonía gris del mundo en el que vivía lo asesinase. 
 
Dentro de mi sentía, que si alcanzaba aquel lugar mis faltas serían perdonadas y todo sería mejor. Mi padre nunca descubriría que yo era un fraude, la academia de ingenieros me dejaría en paz con su corte de estudiantes presuntuosos y volvería, sin duda, a sujetar su mano de porcelana y esta nunca se quebraría.

Pero qué poder tiene una luz en un mundo gobernado por la oscuridad y, en sus mejores momentos, por las sombras. Ahora recuerdo, aquella vieja pintada en una de las casas abandonadas del río. Cerca de donde me refugié de la lluvia. Decía: En la Oscuridad, confiamos. Y lo que ha acontecido en este país me ha demostrado que la oscuridad, en todas sus formas, es la materia que reina en este pequeño mundo.

Pero en aquel momento yo no conocía esa regla y me impulsaba la esperanza. Un sentimiento nacido de aquella visión, de magia y pureza que, por primera vez, podía alcanzar. Y así continué ascendiendo por las angostas escaleras hasta que me falló el aliento y me vi obligado a caminar. 
 
Recuerdo que me dije; Baja el ritmo, ya no estás demasiado lejos pero camina con cuidado que ya has visto antes que es una buena caída. Y es cierto que lo era, diez tallas de alto en su parte más baja y casi treinta en el segmento más alto y peligroso. No obstante, mis pasos siguieron siendo rápidos y torpes en los escalones de piedra gris cubiertos de un moho verde oscuro muy resbaladizo. Dificultando mi avance y haciéndome perder el equilibrio en un par de ocasiones.

Pero era joven. Y al final, pude ascender hasta el segmento que calculé que estaba cerca del lugar y el dorado que iluminaba las copas de los inclinados árboles me indicó que el fenómeno seguía presente. Es más, ahora me atrevería a decir, que quizás se hubiese intensificado. Puede ser, sin embargo, una apreciación mal hecha pero siempre me quedará la duda.

Abandoné las escaleras para caminar por una estrecha senda que se internaba en el monte. Resbaladiza por la lluvia, avancé agarrado a ramas y rocas sin mirar demasiado al desfiladero que se precipitaba decenas de tallas hasta un prado lejano. Si, en aquella época, la ciudad de Liñarte... bueno, que más da. 
 
Ha leído los informes de lo acontecido, ¿Verdad? Como todos los que se pudren en este matadero. El verde quemado y ahora siempre gris decía uno de los poemas de Chavillo, ¿No era así? Bueno, no importa.

Alcancé el lugar justo con la muerte del sol. Que oculto por los árboles y la maleza, solo podía distinguir en las hojas doradas más hermosas que he alcanzado a ver. Apenas me separaban unos pocos metros del risco que me ofrecería la mejor vista del espectáculo... cuando encontré las escaleras.

Comenzaban de forma brusca e incongruente, surgiendo como dientes torcidos grises en medio del camino. Demasiado anchas, demasiado antiguas. Hechas con una piedra negra con finas vetas blancas muy desgastadas que nunca he vuelto a ver. Aquellas viejos peldaños, que hacían parecer casi nuevos a los del camino del monte, ascendían hacia el risco y aunque en mi ansia de avanzar no reparé en nada acerca de ellas... estaba claro que eran un error.

Pero ascendí y a cada paso, la luz era más intensa. Mucho más intensa de lo que hubiera imaginado; los árboles brillaban como si estuviesen ardiendo, un viento fresco y suave agitaba sus hojas  y yo trastabillé antes de caer sobre uno de los escalones. Sentí dolor al romperme la muñeca pero pude incorporarme y avanzar maldiciendo hasta que la escalera giró y...

Y vi ante mí algo que no puedo explicar. 
 
Sencillamente no puedo... en toda mi larga vida por muchas veces que lo haya intentado.
 
 Un sol diez veces más brillante que nuestra mortecina luz refulgía en lo alto del cielo más azul que había visto en mi vida. Los colores se iban oscureciendo a medida que se aproximaban a nuestro lado pero en algún punto el tono medianoche daba paso al gris de la tormenta. Soplaba un viento fuerte y agradable que arrastraba briznas de hierba verde con punta negra que me golpearon en la cara y no me molesté en apartar. Aquel viento olía a sal y a libertad, algo que podría parecerse a nuestro mar áltico pero mucho más agradable. Vi pájaros extraños volar en ese viento que se filtraba como por una ventana hacia este lado y fue ese viento el que se llevó las mismas lágrimas que ve usted ahora.
 
El paisaje era de ensueño y me maldigo ahora como lo hice toda mi vida por no poder hacerle justicia y plasmarlo como se merece en la mejor obra de arte de todos los tiempos. Una pradera verde con tintes negros de aquella extraña hierba que se mecía al compás del viento y a lo lejos verdes montañas que empequeñecían al monte en el que me encontraba en aquel momento. La calidez de la primavera que da paso al verano me embargó y apenas sentí el frío de mi ropa empapada. Recuerdo que di un paso en dirección a aquel ensueño y reparé entonces en que las escaleras...

Las escaleras salvaban el límite del risco y continuaban hasta perderse en aquella pradera y desaparecer tras la loma de una cercana colina. Enclavadas en el propio vacío, burlando la gravedad que tanto se habían molestado en asegurarme que era infranqueable por su propia naturaleza. Y sin embargo, allí estaban aquellos escalones, ascendiendo por el vacío y penetrando en la estampa más hermosa que he tenido la suerte de ver y que, en aquel momento, sobrepasaba todos mis sentidos. De esa forma, avancé hasta el borde del risco y contemplé:

Vi la furia de la tormenta azotando la ciudad y a aquella ventana proyectando la visión de un mundo nuevo. Desconocido, que se vislumbraba tras aquella pradera y sus torres de diseño onírico que se proyectaban hacia el cielo en ángulos imposibles. Formando un abanico de color demencial que se asentaba en el centro de aquel lugar místico que parecía invitarme a entrar.
 
 ¿Y por qué? Se preguntará. Si esto es verdad, ¿Por qué no ascendió por aquella escalera hacia aquel paraíso? ¿Qué hace usted aquí y que le llevó a no afrontar su destino? La respuesta es muy simple;  la cobardía, señorita. Impulsada por lo que aconteció a continuación.

La decisión estaba tomada. Entraría en aquel lugar y volvería a verla. Porque aquel lugar era sin duda la tierra prometida de la que hablaban los santos en sus libros. Donde los ríos eran claros y puros y los dolores y conflictos no tenían razón de ser por voluntad del Creador. De alguna forma, ella había abierto la puerta y ahora... ahora podía volver a verla una vez más. Pasar la eternidad con ella como era justicia del propio cielo y dejar atrás todas mis sombras para abrazarme para siempre a su luz. Puse un pie en el primer escalón flotante y no pensé más que en su mano de porcelana quebrándose al contacto con la mía. 
 
Ahora, todo podía cambiar, todo lo que había pasado podía enmendarse.

Podía volver a verla. Y si no la encontraba esperándome, la buscaría en aquel lugar lo que hiciese falta. Pero cuando mi pie se alzó para afianzarse en el segundo peldaño, surgió de la ventana el rugido. Un sonido que ni las más pesadas máquinas de guerra que haya visto han podido igualar. La rabia, la ira y el poder de aquel sonido era tan inmenso que me sentí aplastado. Abandoné la escalera y caí al suelo gritando, mientras toda la crueldad, la potestad y la voluntad de retenerme en este mundo de sombra me asaltaron hasta aplastarme contra el suelo.

Y ahora sé que debí levantarme. Debí levantarme y demandar la entrada a aquel lugar que me había sido negado. Porque aquello, no era una negativa feroz como aparentaba, si no una prueba. Una prueba que fracasé miserablemente mientras me levantaba llorando y gritando, corriendo para salvar mi vida y huir del rugido de aquel ser que aún a día de hoy me persigue en mis pesadillas. Recuerdo como el viento cálido me abandonó y la fría lluvia se cernió sobre mi. Recordándome que regresaba una vez más a la realidad del mundo que me pertenecía.

Pero no paré de correr en ningún momento. Es cierto que regresé al día siguiente pero tanto las escaleras como aquel sol se habían desvanecido... para no volver jamás. Sin saberlo, cerré la puerta a la mejor oportunidad de mi vida, huí de mi destino. 
 
Y al llegar de vuelta al Rexio, empapado y con el corazón a punto de estallar, me desplomé sobre las escaleras y comencé a llorar, sin vergüenza ni control, ante las miradas de los transeúntes que se acercaron, primero a mirar y más tarde al ver mi muñeca y reparar en quien era: a ayudarme.

Ante mi padre y el médico expuse una excusa de haber resbalado camino al monte y esquivé la reprimenda alegando el nerviosismo por los exámenes. El médico me recetó un calmante y trató mi muñeca aconsejando que reposara una semana antes de regresar a verle. Como es de esperar, abandoné impulsado por los últimos resquicios de esperanza y el miedo la casa y me encaminé de vuelta al risco. 
 
Y al romper el amanecer, ante nuestro propio sol carmesí , comprendí que lo que había experimentado no volvería a suceder y yo no volvería a ser el mismo. El eco de aquel rugido, pronunciado por algún dios furioso, solo se iría de mi mente si me armaba del valor suficiente para dar dos pequeños pasos y me unía a la oscuridad que aún era dueña del fondo del risco.

Como supondrá, también fallé esa prueba. Y no volví a ver nada parecido. Nunca pude volver a sostener su mano de porcelana y mi padre falleció dos años después, no viendo, por suerte, como renunciaba a mi futuro para perseguir los retazos de lo que había sucedido. 
 
Hoy, nadie recuerda esa tormenta, solo pude saber de otro que vio el mismo haz de luz que yo y todo al que se lo he contado me ha tomado por loco. Y sin embargo, la encontré. Mire, en ese cajón que yo ya no puedo alcanzar, dentro de ese estuche... si, es lo que usted cree.

Una pequeña brizna de hierba verde con la punta teñida en negro.

Buenas noches, señorita.

Ahora usted decide qué es verdad.


FIN.

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