La Casa de Cadenas.

La Casa de Cadenas se extiende sobre unos cimientos de hueso y miseria.
Gusanos y polvo, flores muertas, inocencia aplastada. Y siempre está hambrienta.
Siempre ansía nuevas víctimas, nuevos deudos, nuevas almas penitentes.
Nuevos cuerpos incólumes, nuevas mentes intactas que arrastrar a su abismo de locura.
Truncadora de los buenos destinos y azote de los mortales.

La Casa de Cadenas me atrapó, cuando rondaba por los alrededores.
Ciego a todo aquello ajeno a mi egocentrismo hedonista.
Me atrapó con suma facilidad, sin esfuerzo ni aviso altruista.
Las cadenas se clavaron en ese ser que yo creía indestructible.

Y me arrastró a pesar de mis esfuerzos inútiles.
Tensando su abrazo metodicamente, chirriente y divertida.
Mis palmas se pusieron negras de aferrar la tierra.
Y grité, grité desesperado, llorando y suplicando un escape al destino de los débiles.
 Pero la Casa de Cadenas  no permite que intervengan salvadores.

Con mis últimas fuerza, aferrado a la verja, llamé a todos los ángeles.
Ángeles y demonios, todos me ignoraron, ensordecidos por el tintineo de los eslabones.
Infinitos eslabones de óxido y sangre, rabia y dolor sólido clavados en el alma.
Que se tensaron, inflexibles, para arrastrarme a sus afilados jardines.
Y las espinas se clavaron demasiado hondo en lo más profundo, en la misma esencia.

Y así entré en la Casa de Cadenas.

Me agarré a la puerta, en la desesperación más absoluta.
Los eslabones rieron, sórdida aceptación y se cebaron los horrores.
Se partió la mente, se disolvieron las carnes, se trinchó el alma.
Y en la Casa de Cadenas conocí:

La desesperación absoluta.

Con el tiempo, los Ángeles forzaron, en vano, la puerta.
Y arrastraron mi yo irreconocible de vuelta.
Pero la casa ya está satisfecha. Pues sabe de sobra:

Que la libertad arrastra cadenas.

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